La pasada
semana tuvo lugar en la
Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de
Castilla La Mancha
un interesante
congreso en el que se debatía sobre la reforma de la Administración electrónica
que ha tenido lugar a través de las leyes 39/2015, de Procedimiento
Administrativo Común de las Administraciones Públicas, y 40/2015, de Régimen
Jurídico del Sector Público, ambas con fecha 1 de octubre y publicadas en el BOE del día
siguiente. Fue sin duda un acto entrañable, sobre todo porque la ausencia
del prof. Luis Ortega Álvarez me obligó a constatar que la dedicación a la vida
universitaria no puede tener mejor legado que discípulos comprometidos y
volcados en las tareas docentes e investigadoras, con permiso de la gestión.
Sin duda que Isaac Martín Delgado es un destacado ejemplo de cuanto estoy
diciendo.
Mi
intervención se centró en las relaciones entre el Derecho y las medidas de
seguridad de carácter tecnológico, ante la convicción que ya he manifestado en
alguno de mis trabajos acerca del carácter esencial de su efectivo
cumplimiento. Durante el debate se suscitó una idea esencial que, al menos
desde mi punto de vista, resume el núcleo esencial de la problemática que
subyace en dicha relación: ¿cómo puede obligarse a las Administraciones
Públicas para que asuman y respeten las normas que establecen reglas y criterios de carácter
técnico? En última instancia, la seguridad jurídica descansa necesariamente
sobre esta premisa pues, de lo contrario, no se estarían respetando las
exigencias elementales para asegurar que las garantías que ofrece el Derecho
son realmente cumplidas y, en última instancia, los derechos de los ciudadanos
y el interés general que han de servir los poderes públicos podrían quedar en
entredicho.
Así, en primer
lugar, resulta indiscutible que la regulación jurídica ha de estar adaptada a
la singularidad que presenta la tecnología, obviedad que encierra una innegable
dificultad añadida: el vertiginoso ritmo de la innovación tecnológica no se
adapta a los tiempos propios del Derecho, por lo que resulta absolutamente
imposible pretender que las normas jurídicas contemplen específicamente todos y
cada uno de los supuestos que el avance de la tecnología nos puede ofrecer para
modernizar los servicios. La constatación de esta dificultad se refuerza si
tenemos en cuenta la singular cultura jurídica que, con demasiada frecuencia,
impregna nuestras Administraciones Públicas a modo de mecanismo de defensa; de
manera que la respuesta fácil a la complejidad --que en muchos casos se limita a una simple novedad-- que plantea la modernización tecnológica es una simple negativa
sin mayor justificación ni, por supuesto, un informe debidamente razonado que
la sustente. Más aún, la tendencia a exigir que todas las alternativas y
posibilidades se encuentren expresa y específicamente previstas en la norma
jurídica nos aboca a un exceso reglamentista que, cuando se produce en las
normas básicas, no sólo resulta de dudosa constitucionalidad sino que
normalmente está llamado a generar importantes disfunciones en el caso de que
se pretenda cumplir con la literalidad de la norma. Así pues, no queda otra
respuesta que acudir a los principios generales del Derecho en tanto que
asidero desde el que dar respuesta a los problemas y dificultades derivados del
elemento tecnológico: en concreto, la proporcionalidad en cuanto a la
exigencia de las normas técnicas y la confianza legítima están llamados a jugar
un papel protagonista en este contexto.
Por otra
parte, la técnica regulatoria en este ámbito ha de adaptarse a las
especificidades de la tecnología y, por tanto, ha de prever herramientas que
permitan evaluar el efectivo cumplimiento de las normas técnicas. Así, de un
lado resulta imprescindible establecer el carácter preceptivo de informes
técnicos periódicos sobre el respeto de las normas técnicas y, cómo no, de las
jurídicas, evaluaciones que debieran llevarse a cabo por órganos o entidades
ajenos a la propia Administración que presta los servicios conforme a parámetros estandarizados. Por otra parte, la
regulación debe contemplar no sólo obligaciones precisas dirigidas a la entidad
pública sino también a las empresas privadas contratistas; si bien son aquellas
las que mediante el ejercicio de sus potestades y a través de los oportunos
pliegos han de preocupase en primer lugar por dar satisfacción a dicha
exigencia. En última instancia, ya que no parece oportuno imponer multas
económicas que, en definitiva, serían pagadas por los contribuyentes a
través de los impuestos, se han de contemplar otro tipo de medidas que puedan
cumplir con su cometido --no
olvidemos, que se cumplan las normas técnicas--, lo que necesariamente nos deja con una elemental conclusión: que
se paralice el funcionamiento de las aplicaciones y sistemas de información
hasta que no se asegure su efectivo respeto, en la línea de la previsión que
establece la normativa sobre protección de datos de carácter personal. Aunque
es preciso reconocer que, si bien en este ámbito se establece una regulación
suficientemente precisa que establece una prohibición tajante --artículo 9 LOPD-- y una
medida cautelar contundente --artículo
49 LOPD--, lo cierto es que su aplicación
práctica deja mucho que desear, aunque sobre este asunto volveremos en una
ocasión posterior.
En fin, podría pensarse que ladisposición adicional segunda de la Ley 39/2015 contiene una garantía para asegurar el efectivo
respeto de los esquemas nacionales de seguridad e interoperabilidad cuando
ofrece a las Comunidades Autónomas y las Entidades Locales la adhesión
voluntaria a las plataformas y registros establecidos por la Administración
estatal a fin de cumplir con las previsiones legales en materia de “registro
electrónico de apoderamientos, registro electrónico, archivo electrónico único,
plataforma de intermediación de datos y punto de acceso general electrónico”. En
efecto, a pesar de ese ofrecimiento, el legislador permite a las referidas
entidades que utilicen sus propios medios, si bien en ese supuesto habrán de
demostrar que pueden prestar el servicio de modo más eficiente y, por lo que se
refiere a la cuestión objeto de nuestro análisis, los registros y plataformas
que utilicen deberán cumplir con los esquemas nacionales de seguridad e
interoperabilidad, así como de sus normas técnicas de desarrollo. Al margen de
las numerosas cuestiones que deja abiertas dicha disposición, lo cierto es que
no parece que una norma enderezada a dar cumplimiento a la legislación sobre
estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera sea la vía más adecuada
para dar satisfacción a las exigencias de la tecnología. No parece que el estricto
respeto a los requisitos de dicha naturaleza sea sólo ni principalmente una
cuestión económica que justifique la restricción de las competencias
autonómicas en materia de auto-organización. ¿O sí?
No hay comentarios:
Publicar un comentario