Hoy celebramos, un año más, el
Día de la Protección de Datos en Europa. A estas alturas, ya inmersos en la
mitad de la segunda década del siglo XXI, cualquier reflexión que se pueda
hacer al respecto debe tener en cuenta la singularidad y la complejidad del
contexto tecnológico en el que se gestiona la información y, por lo tanto, los
datos de carácter personal. De lo contrario existe un riesgo cierto de que, a
pesar de la aparente protección que conlleva la existencia de múltiples normas
aplicables, en la práctica este derecho fundamental termine por quedar sin una
garantía jurídica adecuada que asegure su efectivo respecto.
Así, existe una marcada tendencia
a la multiplicación de los sistemas de recogida de información que, además, se
han de interconectar como premisa elemental para la obtención de valor añadido
(es el caso de las smart cities), de
manera que el origen de la información puede terminar difuminándose y, por
tanto, la limitación de su uso para otros fines quedar irremediablemente
dañada. Por otra parte, la generalización de los servicios en la nube (cloud computing) nos aboca a potenciales
conflictos de carácter internacional sobre la normativa aplicable y la
jurisdicción competente, dificultando así de modo casi irremediable la efectiva
tutela de los derechos y libertades, especialmente desde la perspectiva
individual. Más aún, con la progresiva implantación de las conexiones en todo
tipo de dispositivos y aparatos (Internet
of Things) las posibilidades de obtención de información relativa a los
hábitos y conductas de los usuarios se multiplican, y lo hace más allá de los
estrictos límites personales (caso de los teléfonos móviles, debido a su uso
personal) para proyectarse incluso sobre los grupos y colectivos, como puede
ser el caso de las familias. En fin, todo ello nos sitúa en un escenario
tecnológico donde el big data
encuentra un perfecto caldo de cultivo, en particular si tenemos en cuenta la
propensión a difundir a través de las redes sociales todo tipo de información,
documentos gráficos, opiniones o, simplemente, datos personales propios y de
terceros.
Al margen
de que llege a aprobarse finalmente el esperado Reglamento durante el año 2015
—lo que no deja de ser un ejercicio de adivinación arriesgado si tenemos en
cuenta los antecedentes—, nuestra reflexión debe tener en cuenta una realidad
indiscutible: la dificultad, por no hablar directamente de imposibilidad, para
el Derecho de ofrecer respuestas adecuadas a la singularidad de los desafíos
que plantea la tecnología. Existe una tendencia, especialmente presente en
culturas jurídicas continentales como la española, a que las normas jurídicas
escritas predeterminen con suficiente precisión los supuestos de hecho a los
que han de ser aplicadas, incurriendo con relativa frecuencia en un afán
reglamentista que, por lo que ahora interesa, puede conllevar una importante
limitación de su alcance. Ciertamente, la exhaustividad constituye una
exigencia elemental en aquellos supuestos en que la regulación deba ser
restrictiva, como sucede cuando conlleve una prohibición o se establezca una
sanción, pero no con carácter general.
Se trata de un problema de
especial trascendencia en el ámbito de la tecnología, donde el dinamismo
constituye una de sus notas características, de manera que las normas podrían
quedar desfasadas y, por tanto, no ser ya aplicables o, lo que incluso resulta
más preocupante, aun siéndolo las consecuencias que se deriven llegaran a ser
contrarias al objetivo inicialmente pretendido. Frente a esta realidad, los
principios generales del Derecho adquieren una singular importancia a la hora
de tratar de establecer mecanismos reguladores eficaces, si bien al mismo tiempo
hay que admitir que una excesiva apertura en la determinación de su alcance
puede generar un efecto indeseable en forma de inseguridad jurídica. Sin
embargo, en un ámbito como la protección de los datos personales, donde ya
contamos con una larga tradición en la interpretación y aplicación de un marco
regulatorio europeo que incluso se ha plasmado en relevantes decisiones
jurisprudenciales, sería de gran importancia avanzar en la línea propuesta ya
que, de lo contrario, reglas jurídicas excesivamente concretas —aunque, sin
duda, bienintencionadas— pueden terminar convirtiéndose en el principal de los
problemas a resolver.
Por otra parte, la destacada
vinculación tecnológica de los tratamientos de información constituye un
relevante desafío para el Derecho y, en concreto, para la eficacia de sus
previsiones. En efecto, la seguridad jurídica y, en concreto, la aplicación de
las disposiciones jurídicas descansa en gran medida en el efectivo respeto a
las reglas técnicas que se establezcan, exigencia que ha de observarse al menos
desde una doble perspectiva. Así, en primer lugar, las normas jurídicas deben
establecer un nivel adecuado de protección desde la perspectiva de los
estándares tecnológicos en función de la naturaleza de los riesgos existentes,
concreción que no puede predeterminarse de manera absoluta a través de las
fuentes del Derecho y, que por tanto, nos remite a la necesaria aplicación de
criterios generalmente aceptados en el sector. Ahora bien, en segundo lugar, de
nada sirve que la norma fije estándares muy garantistas si en la práctica su
incumplimiento no conlleva consecuencias jurídicas lo suficientemente
contundentes como para desincentivar las conductas contrarias a las previsiones
normativas. Y no se trata de establecer sanciones más o menos elevadas sino,
sobre todo, de tratar de impedir —ya cautelarmente o, llegado el caso, de
manera definitiva— la utilización de la información cuando no se hubiesen
cumplido realmente las exigencias derivadas de la seguridad tecnológica.
Esta entrada ha sido publicada en la web de la Asociación Profesional Española de Privacidad-APEP con ocasión del monografíco que dicha entidad ha dedicado a conmemorar el Día Europeo de Protección de Datos 2015.
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