miércoles, 10 de junio de 2009

la e-Administración local

Acabo de recibir un ejemplar del núemero 2 de los documentos GINTAL (Grupo de Investigación sobre Nuevas Tecnologías aplicadas a la Administración Local) por cortesía de sus autores, los profesores de la Universidad Jaime I de Castellón José Luis Blasco y Modestro Fabra, que llevan bastantes años analizando los aspectos jurídicos de la e-Administración. En concreto, lleva por título "Las Entidades Locales ante la Ley 11/2007, de 22 de junio de Acceso Electrónico de los Ciudadanos a los Servicios Públicos. Situación en la Comunidad Valenciana" (acceso al texto completo). Se trata, sin duda, de un instrumento de gran utilidad para conocer el alcance general de esta Ley y, en particular, en el ámbito de la Administración Local. Es de agradecer a los autores que hayan puesto el resultado de su investigación a disposición de cualquier persona interesada, lo que resulta de especial interés en el ámbito municipal, donde los funcionarios muchas veces carecen de las mínimas herramientas para saber a qué atenerse con esta novedosa normativa.
Como es sabido, en el ámbito local los derechos reconocidos en el art. 6 LAE no sólo quedan diferidos en su eficacia temporal —comienzos del año 2010— sino que, además, se condicionan a la existencia de disponibilidades prespuestarias. Si bien en los primeros borradores del Anteproyecto de Ley que se difundieron a través de la web oficial del Ministerio de Administraciones Públicas no se establecía limitación alguna más que la temporal que se acaba de referir, finalmente tanto en el caso autonómico como local el reconocimiento de estos derechos se condiciona a que así “lo permitan sus disponibilidades presupuestarias”.
Resulta evidente que la gran discrecionalidad que tal expresión atribuye a los poderes públicos puede convertirse en una barrera difícilmente salvable en la práctica. Como he defendido en la segunda edición de mi libro "El régimen jurídico de la e-Adminsitración" (Editorial Comares), no comparto el planteamiento del legislador según el cual el condicionamiento presupuestario constituye una exigencia de la potestad organizativa que, en función de la autonomía constitucionalmente garantizada, corresponde alas Entidades Locales. En efecto, tal argumento también podría utilizarse para cualquier otro derecho reconocido legalmente al margen de la singularidad tecnológica, puesto que su satisfacción igualmente exigiría la adopción de medidas organizativas y, en consecuencia, debería establecerse una cláusula de idéntico alcance que, con carácter general, condicionara los derechos en función de las prioridades presupuestarias de la Administración correspondiente.
Así pues, en el caso de los municipios de un nivel de población medio-alto difícilmente se comprende este condicionamiento, mientras que por lo que se refiere a las entidades locales “que no dispongan de los medios técnicos y organizativos necesarios”, se podía haber aprovechado para ampliar el exiguo ámbito competencial de las Diputaciones Provinciales. En todo caso, quizás no tenga mucho sentido obligar a la mayor parte de los pequeños municipios a que dejen de atender cuestiones esenciales para la vida municipal (asfaltado de vías públicas, mejora de lugares públicos...) para implantar la Administración electrónica cuando las oficinas municipales se encuentran a 5 minutos de cualquier domicilio...

miércoles, 3 de junio de 2009

Las garantías jurídicas de la Administración electrónica: ¿avance o retroceso?

Os transcribo los primeros párrafos de un trabajo que, con el título de más arriba, acabo de publicar en el número 22 de la revista Cuenta con IGAE (abril 2009). Quien desee consultar el texto completo del artículo, aquí tiene el enlace a la revista.

1.- El Derecho y la tecnología en la Administración Pública: una relación no siempre bien avenida

Muchas veces se percibe la tecnología como un peligro potencial para las garantías jurídicas que tanto tiempo —en ocasiones siglos— ha costado consolidar frente al Estado en general y las Administraciones Públicas en particular, perspectiva que ha inspirado novedosas y, al menos en apariencia, atrevidas previsiones constitucionales. Si bien se trata de un temor ciertamente fundado, no debe por ello olvidarse que al mismo tiempo la tecnología nos ofrece mayores posibilidades en cuanto a la consecución de otros valores de gran relevancia constitucional —artículo 103— como la eficacia de la actividad administrativa en la actual sociedad de la información y el conocimiento y, sobre todo, constituye una herramienta nada desdeñable para el fortalecimiento en la práctica de las teóricas y a veces pomposas previsiones normativas que muchas veces se quedan en el plano del deber ser y no llegan a concretarse en el del deber ser.

La regulación legal de las tecnologías de la información y las comunicaciones en el ámbito de las Administraciones Públicas no es, ni mucho menos, un fenómeno novedoso en España que, en su primera regulación con una vocación general y sistemática, encuentra su punto de partida en la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, del Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común (LRJAP) y, en concreto, en su artículo 45, hoy en gran medida derogado. No obstante, es preciso reconocer que sólo ha sido en los últimos años cuando su uso ha experimentado un nivel considerable y, en consecuencia, se han evidenciado los inconvenientes y desajustes provocados por un marco normativo que adolecía de importantes deficiencias y, asimismo, generaba ciertas disfuncionalidades. Ahora bien, siendo cierto que en ocasiones el Derecho vigente se convertía en una barrera que dificultaba y, en ocasiones, impedía la modernización tecnológica de las Administraciones Públicas españolas, no debe ocultarse que muchas veces los problemas no eran estrictamente jurídicos y planteaban otras connotaciones que, con cierta frecuencia, hacían —y hacen— más difícil su resolución.

En efecto, de una parte, el principal inconveniente para la efectiva aplicación de las tecnologías referidas radica muchas veces en las inercias y hábitos de una práctica administrativa excesivamente burocratizada, que termina por convertirse en una rémora para cualquier medida reformista, especialmente si presenta un trasluz tecnológico ya que puede levantar temores y suspicacias en cuanto a la pérdida de protagonismo del personal o, incluso, la modificación de las condiciones de trabajo. Más aún, el rediseño de los procedimientos administrativos debería convertirse en una prioridad ante cualquier pretensión de modernización tecnológica, de manera que antes de proceder a su ejecución debería analizarse con la profundidad necesaria si los trámites a seguir y los documentos a presentar —cuya exigencia se basa en una forma radicalmente distinta de gestión documental— siguen teniendo sentido o, por el contrario, constituyen un auténtico obstáculo que sólo se justifica por la inercia de la costumbre. Si se pretende seguir funcionando en base a idénticos parámetros con la única salvedad de que el soporte papel y las relaciones presenciales se sustituyan por documento digitales y medios telemáticos, las enormes potencialidades de modernización y eficacia que permiten las tecnologías de la información y las comunicaciones terminarán por convertirse en una auténtica dificultad que sólo conduciría a reiterar los usos y comportamientos anteriores en su versión electrónica.

A la percepción del Derecho y, en concreto, del Derecho Administrativo como un inconveniente para la modernización tecnológica de la Administración Pública también ha contribuido sobremanera —al menos en España, que no en otros Estados de nuestro entorno más próximo— la existencia de una cultura administrativa que, más allá de las estrictas exigencias del principio de legalidad propias de un Estado de Derecho, reclama una regulación detallada y exhaustiva de las condiciones en que las Administraciones Públicas pueden realizar una actuación o, en el caso que nos ocupa, llevarla a cabo por medios tecnológicamente avanzados. En este sentido, la ausencia de una autorización normativa o de una regulación específica ha servido como excusa para adoptar la utilización de instrumentos informáticos y/o telemáticos bajo el argumento de que no existían condiciones jurídicas adecuadas para hacerlo cuando, en realidad, más que de una práctica ilegal cabría hablar de una cierta alegalidad. En este sentido, la aprobación de la Ley 11/2007, de 22 de junio, de Acceso Electrónico de los Ciudadanos a los Servicios Públicos —en adelante LAE— ofrece un marco normativo exhaustivo y plenamente adaptado a las singularidades de la tecnología, de modo que el citado inconveniente ha desaparecido en gran medida. Más aún, incluso ha supuesto un notable estímulo para impulsar la modernización tecnológica de las Administraciones Públicas al reconocer —con ciertas insuficiencias y matices, como veremos más adelante— el derecho de los ciudadanos a relacionarse con ellas por medios electrónicos y, por consiguiente, la correspondiente obligación de satisfacer el citado derecho.

Una dificultad añadida debe mencionarse en cuanto a la configuración del marco normativo de la Administración electrónica en España: el origen anglosajón o, al menos europeo, de muchas de las normas reguladoras de la tecnología, lo que contribuye a incrementar la inseguridad jurídica cuando su traslación al Derecho interno se produce sin tener en cuenta las singularidades de las Administraciones Públicas y, en concreto, su particular régimen jurídico. Así ha sucedido, entre otros casos, con la normativa sobre firma electrónica desde la perspectiva de la libre prestación de servicios en el ámbito europeo y el tradicional monopolio al sector público que ha existido en España –problema al menos parcialmente solventado con la LAE‑; la aplicación de las limitaciones de responsabilidad previstas en la Ley 34/2000, de 11 de julio, de Servicios de la Sociedad de la Información, a las Administraciones Públicas cuando actúen como meras intermediarias; o, sin ánimo exhaustivo, la duda relativa a si estas últimas están obligadas a retener los datos de las comunicaciones electrónicas al amparo de lo previsto en la Ley 25/2007, de 18 de octubre, sobre todo ante la constatación de que los delitos a perseguir con las medidas que dicha Ley prevé también se pueden cometer a través de los servicios de acceso a Internet que ofrecen las Administraciones Públicas.

Más allá de las previsiones legales que se acaban de exponer, lo cierto es que la efectiva implantación del uso generalizado de medios electrónicos en la actividad de las Administraciones Públicas y sus relaciones con los ciudadanos constituye uno de los principales desafíos a que se enfrentan las actuales organizaciones administrativas, en particular por lo que se refiere a la consagración de unas garantías jurídicas al menos equiparables a las que existen cuando las relaciones son presenciales y se basan en el soporte papel. Ante esta situación, podríamos preguntarnos acerca del papel que está llamado a jugar el Derecho en el proceso de modernización tecnológica de las Administraciones Públicas al que estamos asistiendo y, sobre todo, si la nueva regulación legal ha sabido afrontar —y en qué medida— la resolución de los inconvenientes que plantea la tecnología o si, todavía y a pesar de los avances que se han producido desde la perspectiva jurídica, quedan retos que abordar para el Derecho. Teniendo en cuenta estas premisas y partiendo del marco normativo actualmente en vigor, trataremos de ofrecer algunas reflexiones generales sobre las posibilidades y los desafíos que plantea la Administración electrónica para las garantías jurídicas de la actividad administrativa y, en particular, para los ciudadanos.

[.....] continúa: si quieres leer el artículo completo, aquí tienes el enlace a la revista